lunes, 27 de septiembre de 2010

El día que morimos en el otro

Caía la noche, sin darse cuenta de su propia existencia, se resbalaba entre aquel ruido explosivo, el motín de palabras guerrilleras que no me dejaban encontrarte. Aquel día estabas dividido por completo, tu boca había declarado su independencia de tus labios, una de tus manos agitaba el fusil y la otra la bandera blanca, tu rostro agotado entre el ir y venir de tus fronteras, cada uno de tus ojos mirando al otro con un matiz de rabia y tristeza, como si ambos frentes tuvieran que hacer un esfuerzo sobrehumano por contener la guerra en los márgenes de tu territorio.

Pero la noche caía y caía, cada vez mas lánguida, cada vez mas ajena, encendiéndosele las mejillas súbitamente con cada llamarada del ataque terrorista, mientras tus existencias paralelas se arrancaban el alma a mordidas y se salían de tu mapa, querían extender su fuerte de batalla a mi piel.

A mí me envolvía la luna, tímidamente, como pidiéndome permiso, aun que supiera de antemano que me quitaría su manto protector para arrojarme a tus brazos, así estuvieras en medio de las llamas...y lo hice, y entonces las palabras empezaron a quemarme también a mí, tus bandos dividieron mi cuerpo para ganarse cada uno mas aliados, y yo contribuía a aquella guerra ajena por esa razón extraña que nace de las metáforas, porque después de todo, el amor había hecho que vivieras un poco dentro de mi sangre.

La noche dejó de caer y se quedó estática, se congeló de miedo, el fragor de la batalla hacía que al tiempo le costara trabajo respirar, y poco a poco se fue quedando quieto atrás de la ventana. Lentamente todo murió y los cadáveres se amotinaban dentro de nuestros cuerpos kamikaze, se habían metido por las rendijas que dejaban nuestras almas divididas, ya no había manera de pegarlas con tanta muerte pudriéndoseles dentro.

Y estábamos ahí, sin más noches y con el tiempo dándonos la espalda, ni tu ni yo ni nosotros, ni ellos, ya no había ninguna persona para ponerle un verbo, sólo un montón de bandos derrotados en un campo de batalla que no podía encontrarse en ningún mapa. Y a la luna de tanto vernos, se le quebró la sonrisa y sus cristales plateados nos llovieron como lágrimas que intentaban ser manantiales para curarnos las heridas.

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El problema con el mar es que limpia las palabras, también las tuyas, se volvían cristalinas como un espejo recién pulido; y podía ver tu rostro tal cual era, podía verte a ti y verlo a él, podía verme en ti y verme sin él, y verlo todo mezclado, verme en tus ojos y no reconocerme, verte en los míos sin saber exactamente a quien miraba, un complicado malabar de espejos jugándose frente a las olas.

Y el viento tan callado, la noche tan eterna, el agua tan grave, tus manos tan suaves, los besos tan tibios y tan ausente la ausencia, que el amor falaz de tu sudor empañaba aquella transparencia, hasta que en medio del vaho de tu aliento, tus ojos eran los míos, y los míos los de él, y te veía con ellos tan desnudo, tan claro, tan vano. Y tú estabas en un punto intermedio entre mi piel y la sal del mar que la vestía, entre la humedad de los besos y un tango de Gardel que no existía, entre el sí y el no, entre la última copa de vino de la noche y la primera taza de café de la mañana; y con la conciencia adormecida y la percepción distorsionada por el sopor del verano, optamos por mezclarlo todo en caricias de las que saben a despedida, de las que se alejan, se alejan por el agua hasta que no queda mas que su intención.

El problema con el mar es que se lleva de la orilla todo lo que alguna vez estuvo cerca de ella, lo que tuvo, lo tuyo, tu y yo, tu, yo…

Arena

Es que había tanta vida en la mesita de noche y yo no sabía qué hacer con ella. Era una tarde rara, de esas con luna llena y soles ojerosos, de aquellas que van cubriendo despacito la ciudad con su olor a manzana, a verano que está por terminarse. Y yo seguía embobada contando las manchas nuevas en el techo, los hilos fuera de lugar de las cortinas, los besos que me faltaron por regalarte en la última despedida. -ya habrá otras-, me decías con esos ojos tuyos cargados de arena de un desierto inexistente, se te iban haciendo más y más pesados, hasta cerrarse por completo, como el sol de aquella tarde, que no se daba cuenta de que la luna le iba ganando terreno sigilosa. Tus ojos eran también un reloj de arena, como el que se posaba horizontal en el buró con su manía de huelga absurda en pro de la eternidad.

Recordaba esa otra tarde de luna en que te dio por quitarle la pila a todos los relojes de la casa, querías que aquello durara para siempre, fue tan dulce, con lo mucho que te gustaba el tiempo, y con lo poco que yo entendía el zigzagueó eterno de las manecillas. Solía recostarme en tu pecho intentando tejer un hilo invisible entre tus latidos y los del tiempo, para darles un sentido evidente para mí, pero solo terminaba con una maraña de hilos imaginarios en mi cabeza que espantaba besándote y dejando de pensar en los minutos. Pero eso se había terminado, ahora estaba ahí tumbada, con tanta vida, con tanto tiempo desordenado, amontonado todo en los cajones, haciéndose polvo en el piso, en las repisas, tiempo y vida por todos lados y yo sin mas lugar para acomodarlo.

-Ya habrá otras- Volvías a repetir en mi cabeza como una grabación monótona, por supuesto que habrá otras, habrá muchas otras: otras tardes, otras camas, otras casas, otras cosas, otras interrogantes y sobre todo muchas otras yo dentro de mí misma. Eso lo sabía muy bien, pero cada segundo seguía rebotándome como una cefalea hemicraneal. Podría muy bien haberme levantado de golpe de la cama, retirado una a una cada pila que le daba fuerzas a cada reloj, podría haber quebrado los de mano, desprogramado los eléctricos, incluso quemando las páginas del calendario para que ya no avanzara mas aquel tiempo pesado de tu ausencia, pero eso no resolvía nada… había un reloj sin tic tac, sin otra fuerza que la de la gravedad, que padecía de tanto vértigo como mis pensamientos, y me miraba fijo desde aquella mesita de noche, tumbado, esperando que lo pusiera de pie para continuar su río eterno de arena, ese no podía detenerlo, era como el de tus ojos, de vida, de eternidad impenetrable, como un túnel de tierra circundando un aleph dormido. Para olvidarte habría que olvidar también el tiempo, y como eso no era posible, habría que poner aquel reloj de nuevo en pie.