lunes, 3 de febrero de 2014

Ventanas que no dan al horizonte

Fue a mediados de Marzo que descubrí la grieta en la pared. Era una grieta como cualquier otra: de unos quince centímetros, horizontal, irregular y que tenía un pequeño agujero al borde de su nacimiento. Lo más obvio hubiera sido ignorarla, dejarla ahí sin preguntar más, después de todo, ésta no era mi casa; era solamente un piso en el que viviría por una temporada hasta que fuera necesario mudarme por motivos de trabajo o cuando la renta ya no fuera tan accesible. Yo no había construido el lugar ni debería preocuparme por lo que ocurriera en ella, pero a decir verdad, desde el momento en que vi ese pequeño orificio en mi pared, (porque aun siendo inquilina era mi espacio), no hacía más que pensar en ella. Y es que me resultaba curioso no haberla notado nunca antes, ¿cuánto tiempo tendría ahí? ¿Desde cuándo era observada por la obscuridad que se escurría por ella? ¿Cuántos de mis pensamientos no habrían decidido escapar sigilosamente por ahí cuando yo simplemente los había dado por perdidos?

La miraba de noche, quedaba justo arriba de mi cama, ¿Sería eso la causa de mi insomnio? Tal vez a los sueños les asustaba la ligera ventisca que se colaba por ese espacio. Cerraba los ojos e intentaba imaginar como un pequeño haz de luz de luna bajaba por aquel espacio y me recorría la piel como lo haría la luz de sol por la madrugada, entonces sentía que sería inútil cerrar puertas y ventanas, estaba condenada a la exposición perpetua del medio ambiente, nunca más contaría con la privacidad de lo hermético, no podría esconderme más del mundo cuando estuviera agotada por que justo sobre mi cabeza yacía un ojo vigilante, párpado entreabierto del cielo sobre mi tejado.

Seguramente lo más sencillo hubiera sido clausurarla, tapiarla con un trozo de madera, untarle cemento fresco y cubrirla de pintura, o cualquier otra solución obstructora, sin embargo, sabía que en el fondo la grieta seguiría presente, por más que intentara cubrirla sería tan inútil como el maquillaje que cada mañana esparzo en las bolsas bajo mis ojos para intentar cubrirlas, por más que lo intente, las noches sin dormir vuelven a salir a flote el púrpura delator de su huella. Así la grieta esperaría el mejor momento para hacer su triunfal reaparición a pesar de los recubrimientos que pudiera colocar sobre ella.

Una noche me las ingenié para montar una silla sobre el tocador y mirar a través de ella, a pesar de su estrechez, alcancé a divisar el resplandor de una luz, aunque no podría haber sabido a ciencia cierta si se trataba de una lámpara, de una estrella, o de la pupila de un gato que me mirara recíprocamente. Sentí una delicada caricia del viento nocturno, y aspiré el aroma de la calle, ese que sólo puede percibirse cuando ha caído el sol.

Ya había pasado casi un mes desde mi hallazgo cuando me sorprendí mirándome desnuda frente al espejo, no con el vanidoso afán que me motivara en otros tiempos a la medición obsesiva de mis curvas, sino con ojo de microscopio buscándome en la piel resquicios por dónde pudiera, sin que yo lo notara, escaparse poco a poco mi alma. Giraba una y otra vez frente al cristal, me estiraba la piel de la espalda y entre los muslos, buscaba grietas en mis pantorrillas y detrás de las orejas. Pensaba que si tan fácilmente se me había escapado la aparición de una segmentación en la pared, la misma suerte correría con mi propio cuerpo cuando empezara de pronto a resquebrajarse sin que yo lo notara hasta que me encontrara ya totalmente hecha pedazos.

Es normal que las casas, cómo las personas, tengan ventanas y puertas naturales, que han sido fabricadas con el afán de mantener una sana comunicación entre lo interior y lo externo. Sin embargo todas ellas son predecibles y controlables. Uno puede, ante una luz muy brillante, cerrar las ventanas o los ojos. Darle un portazo a quién no es bienvenido y cerrar la boca cuando no es prudente continuar una conversación. Las aperturas más impúdicas se mantienen siempre cubiertas, igual que las entradas a los sótanos o armarios que deben, por algún motivo permanecer cerrados. El dar a luz implica la mayor apertura que uno puede experimentar en su vida, y es que, literalmente, algo se rompe para poder dar paso a la nueva vida. Un extraño de pronto viene de nuestras entrañas y se desliza como bajando las escaleras de un portón hasta llegar al mundo.  No es de extrañar que al encontrarnos frente a un cuerpo sin vida, nuestro instinto primero sea el de cerrarle los párpados, ya sea porque no queremos que nos mire ese vació o porqué nadie sabe nunca que encontrará al mirar por las ventanas de una casa abandonada.

¿Tendremos grietas también las personas? ¿Qué escapará por ellas? Me perturbaba la idea de desnudarme frente a alguien más y que bajo su mirada externa se hiciera evidente algún accidente por el cual pudiera asomarse  a lo que existe en mi fondo, echarle un vistazo a lo que yo nunca he podido visualizar. En eso consistía era la verdadera desnudez y era un pensamiento escalofriante que me recorría de punta a punta sólo de invocarlo.

Una grieta no deja de ser una herida, como cuando al cocinar por accidente se rebana uno el dedo e inmediatamente fluye por el un rojo manantial que debe ser contenido por la presión, permitiéndonos una mirada rápida a el material que nos compone; luego viene el dolor, porque se trata de una invasión que fastidia a nuestras células nerviosas, y posteriormente, una cicatriz que se encargará de recordarnos la profanación a la que estuvimos expuestos.

La miraba y ella me miraba a mí. Sin duda las almas también tienen grietas que aparecen sin avisar en medio del calor del verano y nunca se van. Si uno se acerca lo suficientemente a las personas puede ver orificios en sus pensamientos por donde se insinúa un rayo de luz, Aunque nunca se sabe a ciencia cierta si proviene de una estrella, de una hoguera, o de los ojos de un gato que nos miran fijamente desde el otro extremo de la grieta.

Alexandra C.