martes, 20 de mayo de 2014

Prolongación infinita de un instante


Bajo la ventana para sentir por un momento el viento fresco sobre mi piel. Extiendo mi mano fuera del vehículo y dejo que la ráfaga empuje mis dedos hacia atrás, como si quisiera devolverlos un poco hacia el pasado, un poco más hacia atrás, pero continuamos en marcha. Miro hacia un lado y permaneces con la mirada fija en el volante. La brisa apenas si te roza los cabellos y quizás la mejilla pero no dices nada. Tienes los ojos puestos en el horizonte, aunque pareciera que conoces de antemano cada curva y cada irregularidad de la carretera.

Nos encontramos entre dos franjas, entre la frontera que separa al día de la noche y el asfalto que separa el antes y el después. Nos vamos guiando por las líneas del pavimento, tú conduces siempre, a mí nunca me ha gustado y lo sabes, no protestas porque disfrutas tener el control. No podría ser de otra forma. Nuca ha sido de otra manera. El atardecer en su último suspiro se balancea con un movimiento perpetuo sobre nosotros. Hemos perdido la noción del tiempo. Hace mucho que no sé cuánto hemos estado en marcha y a decir verdad, ninguno de los dos recuerda con exactitud hacia dónde nos dirigimos.

Todos los viajes tienen en común esa ansiedad anticipatoria que revuelve un poco el estómago provocada por el deseo de llegar a algún sitio. Se sabe siempre que el desplazamiento es temporal. Uno clama con toda seguridad que eventualmente terminará y en eso radica la belleza del movimiento: en su segura finitud. Después de todo ¿Qué sería de nuestras vidas sin esa certeza narrativa de un principio y un final? Pero nunca hemos sido como el resto. Desde el momento en que partimos, cuando tomaste mi mano y en un impulso nos montamos en el coche sabíamos que ya no seríamos poseedores de ninguna certeza. Hablamos siempre de huir aunque supiéramos que el escape era abrir también las puertas de un abismo desconocido.
Nos dijeron que más allá no encontraríamos nada. Que debíamos permanecer para siempre entre las ruinas de un sueño, entre las ruinas de nosotros mismos qué cada día se iban fragmentando un poco más. Intentamos seguir vivos entre sus calles aberrantes y toscas; buscándole rincones al invierno y a la noche para esconder nuestras manos que intentaban tocarse; aferrándonos a la promesa de un atardecer memorable y viendo cada noche a la luna alumbrar el hueco que se nos formaba en el pecho de tanta vida. De tantos calendarios y despertadores, de tantas tazas de café y tantos milagros, de tanto y tanto de nada. De tan poca suerte y de tan poco espacio.

No es que Anna hubiera tenido un plan para arrojarse a las vías del tren. A mí tampoco se me había ocurrido nada hasta que una tarde de abril, apenas ver tus ojos me di cuenta que de cualquier manera, si existía un destino, debía estar dentro de ellos. No había vuelta atrás.
Nos fuimos acostumbrando de poco a no ver vida a las orillas de la carretera, a no sentir frío calor o hambre. Si algo nos quedaba por sentir a veces era el deseo de aparcar de cuando en cuando el coche y hacer el amor a un lado del camino. La primera vez con precaución de los mirones que imaginábamos podrían pasar junto a nosotros. Luego con la calma de quién ha perdido el reloj y con él las ganas de encontrarlo. Fue así que descubrimos que podíamos parar, pero nunca volver hacia atrás, aunque a decir verdad, no nos ha dado nunca por intentarlo.

Alguna vez pude jurar que vi a un par de individuos a lo lejos. Bastante curiosos, con su sombrero de bombín, sentados bajo un árbol seco, como si estuvieran esperando a alguien. Creo que nos hicieron un gesto de saludo al vernos pasar. Pero no podría asegurar que la visión no haya sido producto del sueño. Yo a veces dormía mientras estábamos en marcha, sin poder distinguir por supuesto, la longitud de mis siestas que podrían haber durado diez minutos o diez años. Como cuando tú cerrabas los ojos después de hacer el amor y te quedabas inmóvil por un rato. La verdad es que no hablábamos mucho. Los dos éramos conscientes de la situación pero a ambos nos daba miedo romperla con el conjuro de las palabras.  Si la eternidad consistía en aquel árido camino, parecíamos dispuestos a recorrerla. Porque después de todo de no haber sido así, hubiéramos sido condenados a ir persiguiendo al olvido durante todas nuestras vidas, y ese también es un camino sin retorno.

Cada tanto volteabas a mirarme y me sonreías con toda la intensidad de nuestro tiempo prolongado. Era tu manera de fragmentar la existencia en pequeñas líneas, como el bordado amarillo del suelo frente a nosotros. Yo me conformaba con mirar al cielo buscando la estrella polar o a venus que nos alumbraba desde su cúpula gris sobre un cielo rosado, sin atreverse nunca a descender del todo.

-¿Sabes cuál es la única diferencia de nuestra vida anterior?
-¿Cuál es?
- Que antes éramos dos líneas paralelas que viajaban siempre al mismo ritmo condenadas a no cruzarse nunca. Y después de ese salto mortal podemos abrazarnos de vez en cuando.

Sonríes y vuelves a tomar el control. O por lo menos a fingir que lo tienes, mientras extiendo mis piernas sobre el tablero y finjo yo también que me dejo guiar. Como si hubiera en realidad alguna ruta. Como si  de verdad deseáramos llegar a algún sitio. Como si no hubieras encontrado la felicidad en la prolongación infinita de un instante.

Sé que podríamos haber parado, sé que podríamos sentarnos sobre una roca, pero sólo los que esperan algo encuentran sosiego en permanecer inmóviles. Nosotros hace mucho tiempo que no esperábamos nada, después de todo, esperar por el destino y correr detrás de él son la misma cosa.



Alexandra C.

viernes, 9 de mayo de 2014

Un hogar para el hombre del traje gris y sus manzanas




Una vez me dijiste en la cama que la culpa de tu insomnio la tenía yo porque mis labios sabían a café. Con el tiempo dejaste de estar ahí. No sé si dejaste de tener insomnio y nunca nadie volvió a pedirme un café de madrugada, pero yo procuré dejar bien guardada esa metáfora en el cajón de la mesita de noche, a un lado de las llaves que se van acumulando a lo largo del tiempo y al final uno deja de saber qué es lo que abrían. Así tus palabras estaban dobladas sin saber si serían capaces de abrir alguna cosa alguna vez. 

Pasa a ser que decidiste casarte en una tarde de abril. Y pasa también que todos los abriles se parecen entre sí. Son como un ejército de hombrecitos grises con cara de manzana y sombrero de bombín. No es por asociarlos con un cuadro de Magritte. Lo que sucede es que son días en los que uno todavía anda cargando la chaqueta adormilada del invierno pero ya se siente obligado a poner cara de primavera. En cierto sentido son un poco cómo cuando volví a verte, estabas muy serio en un café de lujo con terraza, traías un carísimo y tristísimo atuendo de hombre ejecutivo y estabas mordiendo una manzana verde. Me saludaste a lo lejos para luego volver a perderte en una masa amorfa de recuerdos. Pero el problema es que por haber sido en abril, (y siendo todos los abriles una misma persona), desde entonces ya no puedo recordar a que año pertenece aquel en el que te perdí. Y por eso cada que llego a esa parte del calendario la arranco muy rápido como un conjuro para que no vuelva a suceder. Es por eso que dentro del armario, guardo junto a los abrigos invernales una flamante colección de meses de abril. Tal vez alguna vez si estoy de suerte llegue el maestro Sabina a reclamar el suyo. 

Dicen que el amor nace de una metáfora. Yo las colecciono porqué creo firmemente que así mismo puede suceder a la inversa. Podría pasar que alguna noche en que la luna salga de buen humor de las metáforas que guardo nazca el mismo amor con el que fueron creadas. De todas ellas la que más me gusta es una pulserita de metal que nació a la mitad de un invierno como respuesta a no haber podido sostener tu mano cuando aún podía. Está hecha de pequeños eslabones que corresponden a la medida exacta de lo que nos separó de un primer beso. La he puesto en el banco porque sé que generará intereses hasta convertirse en una larga cuerda que mida la distancia que nos separa en días o mejor dicho, en decisiones.

Hay algunas de las que no me gusta mucho hablar. Pequeños entes sin forma que se han montado casa debajo de mi cama y son los miedos que por la noche siento que me pillan los pies. No sé a ciencia cierta de dónde vienen pero sé que con el tiempo se multiplican, nunca mueren, y a veces se funden varios en uno solo para formar ideas delirantes que se arrastran cuando olvido cerrarle la puerta a la melancolía y salen para alimentarse de ella. 

Este es el punto en el que me doy cuenta de que no puedo seguir poblando de metáforas mi hogar, si lo hago podrían acabar con mi paciencia que intenta descifrarlas sin tener nunca mucho éxito. Es por eso que he decidido crear un nuevo sistema de almacenaje, el único efectivo y conocido que sirve para deshacerse de los recuerdos que no hacen más que acumular polvo. Se me ha ocurrido la idea de coserlas unas con otras. El hilo de silencios es fuerte y resistente y si uno las va poniendo en hileras acaban por formar (a veces) párrafos coherentes y otras (las menos), dan lugar a historias dignas de ser contadas. La ventaja de todo esto es que al ponerlas por escrito ocupan mucho menos espacio que en la cabeza, se comprimen hasta formar pequeños objetos con tapas duras que se pueden guardar en el librero sin estorbar a nadie. Excepto de vez en cuando, a quién se atreve a abrirlas.


 Alexandra C.