Bajo la ventana
para sentir por un momento el viento fresco sobre mi piel. Extiendo mi mano
fuera del vehículo y dejo que la ráfaga empuje mis dedos hacia atrás, como si
quisiera devolverlos un poco hacia el pasado, un poco más hacia atrás, pero
continuamos en marcha. Miro hacia un lado y permaneces con la mirada fija en el
volante. La brisa apenas si te roza los cabellos y quizás la mejilla pero no
dices nada. Tienes los ojos puestos en el horizonte, aunque pareciera que
conoces de antemano cada curva y cada irregularidad de la carretera.
Nos encontramos
entre dos franjas, entre la frontera que separa al día de la noche y el asfalto
que separa el antes y el después. Nos vamos guiando por las líneas del
pavimento, tú conduces siempre, a mí nunca me ha gustado y lo sabes, no
protestas porque disfrutas tener el control. No podría ser de otra forma. Nuca ha
sido de otra manera. El atardecer en su último suspiro se balancea con un
movimiento perpetuo sobre nosotros. Hemos perdido la noción del tiempo. Hace
mucho que no sé cuánto hemos estado en marcha y a decir verdad, ninguno de los
dos recuerda con exactitud hacia dónde nos dirigimos.
Todos los viajes
tienen en común esa ansiedad anticipatoria que revuelve un poco el estómago
provocada por el deseo de llegar a algún sitio. Se sabe siempre que el
desplazamiento es temporal. Uno clama con toda seguridad que eventualmente
terminará y en eso radica la belleza del movimiento: en su segura finitud.
Después de todo ¿Qué sería de nuestras vidas sin esa certeza narrativa de un
principio y un final? Pero nunca hemos sido como el resto. Desde el momento en
que partimos, cuando tomaste mi mano y en un impulso nos montamos en el coche
sabíamos que ya no seríamos poseedores de ninguna certeza. Hablamos siempre de
huir aunque supiéramos que el escape era abrir también las puertas de un abismo
desconocido.
Nos dijeron que más
allá no encontraríamos nada. Que debíamos permanecer para siempre entre las
ruinas de un sueño, entre las ruinas de nosotros mismos qué cada día se iban
fragmentando un poco más. Intentamos seguir vivos entre sus calles aberrantes y
toscas; buscándole rincones al invierno y a la noche para esconder nuestras
manos que intentaban tocarse; aferrándonos a la promesa de un atardecer
memorable y viendo cada noche a la luna alumbrar el hueco que se nos formaba en
el pecho de tanta vida. De tantos calendarios y despertadores, de tantas tazas
de café y tantos milagros, de tanto y tanto de nada. De tan poca suerte y de
tan poco espacio.
No es que Anna
hubiera tenido un plan para arrojarse a las vías del tren. A mí tampoco se me
había ocurrido nada hasta que una tarde de abril, apenas ver tus ojos me di
cuenta que de cualquier manera, si existía un destino, debía estar dentro de
ellos. No había vuelta atrás.
Nos fuimos
acostumbrando de poco a no ver vida a las orillas de la carretera, a no sentir
frío calor o hambre. Si algo nos quedaba por sentir a veces era el deseo de
aparcar de cuando en cuando el coche y hacer el amor a un lado del camino. La
primera vez con precaución de los mirones que imaginábamos podrían pasar junto
a nosotros. Luego con la calma de quién ha perdido el reloj y con él las ganas
de encontrarlo. Fue así que descubrimos que podíamos parar, pero nunca volver
hacia atrás, aunque a decir verdad, no nos ha dado nunca por intentarlo.
Alguna vez pude
jurar que vi a un par de individuos a lo lejos. Bastante curiosos, con su
sombrero de bombín, sentados bajo un árbol seco, como si estuvieran esperando a
alguien. Creo que nos hicieron un gesto de saludo al vernos pasar. Pero no
podría asegurar que la visión no haya sido producto del sueño. Yo a veces dormía
mientras estábamos en marcha, sin poder distinguir por supuesto, la longitud de
mis siestas que podrían haber durado diez minutos o diez años. Como cuando tú
cerrabas los ojos después de hacer el amor y te quedabas inmóvil por un rato.
La verdad es que no hablábamos mucho. Los dos éramos conscientes de la
situación pero a ambos nos daba miedo romperla con el conjuro de las
palabras. Si la eternidad consistía en
aquel árido camino, parecíamos dispuestos a recorrerla. Porque después de todo
de no haber sido así, hubiéramos sido condenados a ir persiguiendo al olvido
durante todas nuestras vidas, y ese también es un camino sin retorno.
Cada tanto
volteabas a mirarme y me sonreías con toda la intensidad de nuestro tiempo
prolongado. Era tu manera de fragmentar la existencia en pequeñas líneas, como
el bordado amarillo del suelo frente a nosotros. Yo me conformaba con mirar al
cielo buscando la estrella polar o a venus que nos alumbraba desde su cúpula
gris sobre un cielo rosado, sin atreverse nunca a descender del todo.
-¿Sabes cuál es
la única diferencia de nuestra vida anterior?
-¿Cuál es?
- Que antes
éramos dos líneas paralelas que viajaban siempre al mismo ritmo condenadas a no
cruzarse nunca. Y después de ese salto mortal podemos abrazarnos de vez en cuando.
Sonríes y
vuelves a tomar el control. O por lo menos a fingir que lo tienes, mientras
extiendo mis piernas sobre el tablero y finjo yo también que me dejo guiar.
Como si hubiera en realidad alguna ruta. Como si de verdad deseáramos llegar a algún sitio.
Como si no hubieras encontrado la felicidad en la prolongación infinita de un
instante.
Sé que podríamos
haber parado, sé que podríamos sentarnos sobre una roca, pero sólo los que
esperan algo encuentran sosiego en permanecer inmóviles. Nosotros hace mucho
tiempo que no esperábamos nada, después de todo, esperar por el destino y
correr detrás de él son la misma cosa.