lunes, 8 de septiembre de 2014

La ciudad de las lápidas personalizadas


Pediste un espresso doble para llevar en el café de la esquina. Le echaste un vistazo al periódico sobre el mostrador sólo para comprobar que nada de eso era cierto, para medir una vez más la distancia entre ellos y tú. Entre ellos y nosotros, de nuevo, quedaba grande. El vaso te quemó un poco los labios, pagaste en efectivo y  deprisa, con el primer trago pensaste un segundo en mí, te distrajo el arreciar de la lluvia y corriste al coche. Un escalofrío te bajó por la espalda, otra vez un pequeño golpe mío. El clima no ayuda, allá dónde estábamos juntos llovía siempre. 

Sentiste un poco de repulsión al volver a las calles, esa epidemia hacía que todos se ocultaran el rostro detrás de máscaras tan pesadas como lápidas, abigarrados con adornos, falsos brillos, sonrisas cortadas con bisturí. Nadie quería ya exponer la piel por temor a las repercusiones. En realidad no mucha gente recordaba a ciencia cierta cómo empezó la tendencia del ocultamiento pasivo; un virus, una radiación, un bombardeo. Debía haber sido algo muy trágico para forzar a la humanidad a deambular de esa manera tan deshonesta, tan alejada de su propio “yo”, aferrados a rostros de piedra y sepultados en el interior. Sin más expresión que la dibujada en ellas con base a lo que esperaban que el vecino quisiera mirar, una complacencia colectiva de espacios vacíos que pretendían llenarse entre sí.

Abriste la ventana sólo para sentir la brisa contra la piel de tus mejillas, parecería una provocación a los transeúntes, pero nunca lo fue. En realidad el frío era algo que disfrutabas. Solías decir que la humedad viajaba a tus pulmones y los revitalizaba, te despertaba. Siempre tan despiertos, con insomnio diurno y pocas ganas de cerrar los ojos. Más de uno se paraba a verte con miedo, se alejaban rápido como la plaga, asustada de tu autonomía hacías más evidente su minusvalía, su necesidad de bastones para caminar, su pesadez. Apretabas un poco más el acelerador para conducir el coche acorde con tu ligereza. Una vez más alguien te odiaba un poco desde la ventana.
Siempre fuimos tan paralelos, tan pararrayos, tan “para siempre”. Siempre a punto del tacto, tanta constante, tanta ausencia. Tan “todo está dicho” y tan “no es necesario”. Nunca pude concebir el yo sin el plural de tus ojos. Todos buscan espectadores para sus vidas, pero la mía sólo necesitaba de tu aplauso, un asentimiento cada tanto, un café a mi nombre en algún bar extraño. Vivir sólo para hacerle compañía a tu existencia. Todo esto siempre aplicó también en viceversa. Tu nombre no era el sentido del mío, era su eco. 

Tú me ayudaste a desprender esa cubierta de mi rostro y yo arranqué la tuya de un tirón. Aunque nunca estaremos de acuerdo sobre quién lo hizo primero. La piel nos sangro un poco y un ligero escozor nos invadía. Me miraste y te miré. Nunca estaríamos tan desnudos como en aquella tarde en la que nuestras pupilas hicieron un cruce de caminos, eran de cristal y nuestra piel de seda. Había viento y un moribundo sol, lo suficientemente fuerte para revivir lo que había estado dormido por tanto tiempo. Me diste la mano y caminamos juntos sólo la primera vez. Brindamos con manzanas para dignificar el génesis de aquel descubrimiento y luego nos fuimos a perseguir paraísos personales.

Como todo conocimiento fuimos condenados al exilio social. A ser mirados como novedades de almacén, como amenazas, al margen de todo contacto y a la sombra del miedo que suelen tenerle los presos a la libertad. Pero en realidad nada de eso importaba. La felicidad es algo que no necesita de agentes publicitarios. 

Todo tiempo pasado fue mejor, pero el nuestro siempre fue un poco la cara del futuro, y de pronto eres una pila de libros, de inviernos, de calles, de medias noches y de lunas llenas, eres una canción de líneas rectas, un campanario, una respuesta para todas las preguntas. La simetría perfecta de nuestras manos. Eres y eso es todo lo que importa. Entre tantas mentiras pretendiendo ser vitales tu corazón existe con tanto esplendor y fuerza que latiendo tan vigoroso que puedo escucharlo a través de la marea de gente y su vaivén en las esquinas, en las vidas. En esta ciudad de lapidas y sepultureros, de personas que nacen para esconderse detrás de lo que creen que deben ser, no conozco otro sentido de pertenencia que el de amar la verdad escrita en el rostro de las personas. Si puedo ver la tuya sé que eres mío. Sé que yo soy tuya.

Alexandra C.