jueves, 4 de marzo de 2010

Pa’l abra cadabra

De cobre la tarde, en el orbe citadino de un “quizá” en números rojos. El inicio del verano nos lo íbamos jugamos a cara o cruz con el lunes de cada semana, en una espera aburrida, melancólica, sincrónica al ritmo de nuestros bostezos.

¿Cartas de amor?, no, no eran necesarias, todo lo que había que decir se escribía por cuenta propia en las paredes, que valga mencionar, eran más de cuatro. Aquello se hacía por medio de un mecanismo sencillo y bien estructurado, nosotros no lo planeamos así, fue un sábado tal vez, de esos que tumbados en la cama se nos evaporaba de la cabeza el concepto de un mundo externo al nuestro, lo más probable es que hubiésemos tenido un par de tazas de café al lado, en el piso, en el buró, no lo recuerdo del todo, sólo sé que debieron estar ya casi vacías cuando sucedió aquello.

Hablábamos por hablar, por que quedaban huecos de silencio en las pausas del código Morse de besos, entonces decíamos una frase aleatoria, tal vez sin sentido de la veracidad pero alto nivel estético que volaba coqueta y se evaporaba impropia dejando un aroma a rosas secas, o de pronto, de nuestros labios estallaban cúmulos de verdades fangosas que arrastraban su pesadez hasta desaparecer por detrás de la puerta, dejando sólo su estela de humedad inesperada. Había también palabras huecas y huecos en cada palabra, frases encarceladas entre signos de interrogación que no hacían más que rebotar en todas las superficies, hasta consumir su energía y volverse alérgeno polvo.

Luego había párrafos enteros de monólogos pesados, longevos, esos se quedaban un poco más, caminaban en círculos por toda la casa, hablando consigo mismos, arrugando la frente, frotándose las manos, hasta que de pronto, les perdíamos el rastro sin entender a donde iban cuando morían. Y sin embargo lo hacían, todas las letras perecían al final, productos de una vida sonora y breve nos abandonaban, dejándonos de nuevo sólos, condenados a crear por siempre nuevas existencias de palabras.

Aquel día fue distinto, todo comenzó con una frase caricia, de esas que no tienen otro objeto que hacerla de flecha de Cupido, y como tal emprendió el vuelo errático, hasta que una pared le detuvo el impulso y al colisionar con esa superficie plana reveló su morfología y se quedó grabada en la pared como un tatuaje en tinta china. Los dos nos quedamos prendidos de aquello, mirándonos estupefactos, pensando que el otro tendría la respuesta de lo que pasaba, pero no había nada que decir, así que nos levantamos cautelosos, acercando la mano trémula hacia el cuerpo del delito, quemante, indeleble, ilógico, perpetuo, así yacía aquel “te amo” en el borde superior de la pared que enmarca la ventana.

Ese fue el primero de muchos, poco a poco se nos volvió costumbre ver que fragmentos de nuestras conversaciones escribiéndose en las paredes, hasta llenar cada rincón con pedazos de nuestra historia, no todas las palabras tenían tal suerte, por supuesto, aunque no estábamos muy seguros de el porqué algunas eran seleccionadas, suponíamos que tenía que ver la intensidad con las que las articulábamos, o tal vez su origen en una parte remota de nuestro inconsciente, lo cierto es que ahí estaban en cada rincón, en el baño, la cocina, la alcoba, bordeando los límites entresuelo y cielo, testigos eternos de aquellos días en un universo alterno, dándole un nuevo simbolismo a nuestra trama.

Al principio podíamos leerlas a nuestro antojo, luego fueron tantas que escritas unas sobre otras formaban masas densas, adjetivos enredados con sus antónimos, verbos en tiempos que no les correspondían, nombres propios e impropios sin un sujeto a quien representar, y sin embargo, dentro de aquel perfecto caos literario podía encontrarse algún sentido si se le prestaba la importancia debida al mensaje que siempre va escrito entre líneas. Detrás de todas las formas de escribirla, seguía como una eterna página en blanco, nuestra verdadera historia.

Es por eso que ya no había más cartas de amor, no eran necesarias, sonreía al pensar esto mientras soltabas una nueva palabra caricia con el tino justo para estrellarla en el interruptor de la luz y encenderla, por fin, con aquel impacto certero.