
La miraba de
noche, quedaba justo arriba de mi cama, ¿Sería eso la causa de mi insomnio? Tal
vez a los sueños les asustaba la ligera ventisca que se colaba por ese espacio.
Cerraba los ojos e intentaba imaginar como un pequeño haz de luz de luna bajaba
por aquel espacio y me recorría la piel como lo haría la luz de sol por la
madrugada, entonces sentía que sería inútil cerrar puertas y ventanas, estaba
condenada a la exposición perpetua del medio ambiente, nunca más contaría con la
privacidad de lo hermético, no podría esconderme más del mundo cuando estuviera
agotada por que justo sobre mi cabeza yacía un ojo vigilante, párpado
entreabierto del cielo sobre mi tejado.
Seguramente lo
más sencillo hubiera sido clausurarla, tapiarla con un trozo de madera, untarle
cemento fresco y cubrirla de pintura, o cualquier otra solución obstructora,
sin embargo, sabía que en el fondo la grieta seguiría presente, por más que
intentara cubrirla sería tan inútil como el maquillaje que cada mañana esparzo
en las bolsas bajo mis ojos para intentar cubrirlas, por más que lo intente,
las noches sin dormir vuelven a salir a flote el púrpura delator de su huella. Así
la grieta esperaría el mejor momento para hacer su triunfal reaparición a pesar
de los recubrimientos que pudiera colocar sobre ella.
Una noche me las
ingenié para montar una silla sobre el tocador y mirar a través de ella, a
pesar de su estrechez, alcancé a divisar el resplandor de una luz, aunque no
podría haber sabido a ciencia cierta si se trataba de una lámpara, de una
estrella, o de la pupila de un gato que me mirara recíprocamente. Sentí una
delicada caricia del viento nocturno, y aspiré el aroma de la calle, ese que
sólo puede percibirse cuando ha caído el sol.
Ya había pasado
casi un mes desde mi hallazgo cuando me sorprendí mirándome desnuda frente al
espejo, no con el vanidoso afán que me motivara en otros tiempos a la medición
obsesiva de mis curvas, sino con ojo de microscopio buscándome en la piel resquicios
por dónde pudiera, sin que yo lo notara, escaparse poco a poco mi alma. Giraba
una y otra vez frente al cristal, me estiraba la piel de la espalda y entre los
muslos, buscaba grietas en mis pantorrillas y detrás de las orejas. Pensaba que
si tan fácilmente se me había escapado la aparición de una segmentación en la
pared, la misma suerte correría con mi propio cuerpo cuando empezara de pronto
a resquebrajarse sin que yo lo notara hasta que me encontrara ya totalmente
hecha pedazos.
Es normal que
las casas, cómo las personas, tengan ventanas y puertas naturales, que han sido
fabricadas con el afán de mantener una sana comunicación entre lo interior y lo
externo. Sin embargo todas ellas son predecibles y controlables. Uno puede,
ante una luz muy brillante, cerrar las ventanas o los ojos. Darle un portazo a
quién no es bienvenido y cerrar la boca cuando no es prudente continuar una
conversación. Las aperturas más impúdicas se mantienen siempre cubiertas, igual
que las entradas a los sótanos o armarios que deben, por algún motivo
permanecer cerrados. El dar a luz implica la mayor apertura que uno puede
experimentar en su vida, y es que, literalmente, algo se rompe para poder dar
paso a la nueva vida. Un extraño de pronto viene de nuestras entrañas y se
desliza como bajando las escaleras de un portón hasta llegar al mundo. No es de extrañar que al encontrarnos frente
a un cuerpo sin vida, nuestro instinto primero sea el de cerrarle los párpados,
ya sea porque no queremos que nos mire ese vació o porqué nadie sabe nunca que
encontrará al mirar por las ventanas de una casa abandonada.
¿Tendremos
grietas también las personas? ¿Qué escapará por ellas? Me perturbaba la idea de
desnudarme frente a alguien más y que bajo su mirada externa se hiciera
evidente algún accidente por el cual pudiera asomarse a lo que existe en mi fondo, echarle un
vistazo a lo que yo nunca he podido visualizar. En eso consistía era la
verdadera desnudez y era un pensamiento escalofriante que me recorría de punta
a punta sólo de invocarlo.
Una grieta no
deja de ser una herida, como cuando al cocinar por accidente se rebana uno el
dedo e inmediatamente fluye por el un rojo manantial que debe ser contenido por
la presión, permitiéndonos una mirada rápida a el material que nos compone;
luego viene el dolor, porque se trata de una invasión que fastidia a nuestras
células nerviosas, y posteriormente, una cicatriz que se encargará de recordarnos
la profanación a la que estuvimos expuestos.
La miraba y ella
me miraba a mí. Sin duda las almas también tienen grietas que aparecen sin
avisar en medio del calor del verano y nunca se van. Si uno se acerca lo
suficientemente a las personas puede ver orificios en sus pensamientos por
donde se insinúa un rayo de luz, Aunque nunca se sabe a ciencia cierta si
proviene de una estrella, de una hoguera, o de los ojos de un gato que nos
miran fijamente desde el otro extremo de la grieta.
Alexandra C.