miércoles, 31 de diciembre de 2014

Tarde



Escuchaba el fluir de sus palabras como quien oye al rio pasar. Intentaba capturar alguna para examinarla, pero se me escapaban todas de las manos. Habían perdido su forma. Por más que lo deseara, los nexos que formaban unas con otras habían perdido todo el sentido. Podría haber dicho algo tan simple como que el sol no brillaría nunca más, pero aquello no le hacía justicia a la gravedad de la situación. Algo en su lenguaje había muerto y no existía manera de traerlo de vuelta.
Era un agobiante día de verano en el que el calor se filtraba por nuestros poros y nos hacía alucinar historias. Ella hablaba de una niña con una sombrilla magenta que de pronto se transformaba en pararrayos. Yo no sabía qué hacerle a mi reloj para que echara de nuevo a andar sus manecillas. Por la mañana lo había estrellado accidentalmente en el suelo al intentar silenciar la alarma, y desde entonces no conseguía hacerlo funcionar. Había pasado el día entero intentado adivinar la hora, guiándome sólo por los juegos de luz y sombra que se perfilaban sobre los objetos.
Me parecía un atrevimiento mayor suponer que ambas fallas tenían alguna conexión entré sí. Preferí pensar que yo no lograba entender lo que ella me decía porque mi mente se encontraba distraída en lo que ahora era un mundo sin horario. Sin embargo, al caminar por las calles de la ciudad lograba capturar perfectamente el significado de lo que hablaban los otros transeúntes. La señora preguntando al tendero por el precio del pescado, los niños que se discutían quién tenía el primer turno para patear la pelota, los estudiantes hablando de su terrible horario de clases. Todas las voces y el sentido de sus ideas eran perfectamente claras. Solamente la voz de Elisa se me antojaba inaccesible. No era un problema de volumen. Escuchaba todo lo que decía, sabía más o menos por su entonación lo que intentaba comunicarme, y sin embargo, no lograba hilar ninguna de sus frases. Se había transformado en una extranjera para mi propia comprensión de la lengua.
Tal vez la solución más simple hubiera sido decirle lo que pasaba, pero aquello  no hubiera sido tampoco suficiente. ¿Qué ganaría comunicando algo cuya respuesta, de cualquier manera, no podría entender? Decidí seguirle el juego. Pedimos dos cafés con hielo y nos sentamos en uno de los locales frente al mar. La brisa era sofocante, el vaivén de las olas y de la gente en la playa nos hipnotizaba, y sin darnos cuenta, caímos en un profundo silencio, nos arrullamos por el sopor del verano. Cuando escucho la palabra sopor siempre imagino a alguien asfixiado por una sudoración febril, incapaz de abrir sus ojos ante un sol demasiado intenso, sumido en alucinaciones extravagantes de las que no puede salir a pesar de que sepa que se trata sólo de un sueño. En momentos como aquel me pregunto si la vida misma no es solamente un soporoso momento por el que todos nos vemos obligados a transitar.
Elisa llevaba siempre una boina calada de lado, no le importaba el clima que hiciera. A mí me parecía que se aferraba a ella como los niños a sus mantas protectoras. Ella decía que le sentaba bien, pero yo sabía que temía que se le escaparan las ideas de la cabeza. Las ideas eran su más preciado tesoro. No las compartía con cualquiera, tampoco conmigo, pero de vez en cuando se le escapaba alguna frase de la que yo me colgaba cual naufrago en isla desierta y la dejaba llevarme en la dirección que soplara su viento. Me decía, por ejemplo, que la tierra no era tan redonda; entonces sabía yo que estaba pensando en que hay cosas con las que uno no volverá a toparse nunca. A veces hablaba de lo lejanos que le parecían los aviones que pasaban sobre su cabeza, yo me daba cuenta de lo pequeña que se sentía en aquel momento y la abrazaba. Así funcionaba más o menos nuestra relación, como una serie de adivinanzas, un juego del que no nos cansábamos nunca y al que nadie tenía intención de ponerle reglas.
Para aquel entonces parecía que había atardecido dos veces. Volví a mirar mi reloj sólo para corroborar que no había cambiado su situación. Las manecillas seguían igual de averiadas. Inspeccioné a mí alrededor buscando algún otro aparato que pudiera informarme del tiempo, pero no lograba encontrar ninguno. Elisa tampoco llevaba el suyo, a decir verdad, creo que ella no tenía reloj. Nunca había reparado en un detalle tan mínimo, pero haciendo memoria nunca le había visto ninguno, eso podría haber sido un buen regalo de cumpleaños si lo hubiera notado antes, pero no suelo ser muy observador. Lo mío no es fijarme en los detalles, tengo la teoría que si de pronto quedara ciego no notaría la diferencia hasta unos cuantos días después, cuando, por ejemplo, me tropezara con algún poste de luz o metiera el pie en un agujero por la calle. Suelo andar siempre distraído, Elisa dice que es porque yo veo hacia adentro, a mí me parece muy cómico imaginarme que me pusieron los ojos al revés. Como si al nacer el médico le hubiera dicho a mi madre –Todo bien, el niño tiene un pequeño defecto de fábrica, pero es tan insignificante que ni se enterará de que lo tiene– .Y entonces mi madre había salido muy contenta conmigo de la clínica sin imaginarse que su crio pasaría la vida con una ceguera parcial que hacía que el mundo de afuera le pasara inadvertido.
Cuándo las personas religiosas hablan del alma se refieren a algo que no pueden ver y sin embargo, es más importante que lo tangible. Bajo esa premisa podría decirse que todas las cosas tienen un alma. Todo lo que vemos oculta algo que no podemos ver a simple vista pero si podemos percibir y es lo que nos hace sentir inclinaciones hacia los lugares, los objetos y las personas. Existen imágenes recurrentes, cómo una taza de café frente a una ventana por la que se ve llover, una bicicleta estacionada frente a un poste, el repique de las campanas de la catedral, el olor a tierra mojada, la textura del pan recién tostado sobre el cual se derrite la mantequilla, el sol cayendo sobre la carretera,  una banca solitaria en el parque, unas gafas de sol frente a la piscina, una pila de libros en la mesita de noche, las luces de un coche atravesando la neblina. Estas y muchísimas más son como estampas de lo cotidiano, cosas que veremos una y otra vez en el transcurso de nuestras vidas y que nos gustan porque significan cosas más allá de los sentidos que no alcanzamos a describir. Un código secreto de situaciones que se conecta directamente con lo que vive dentro de nosotros. Los psicólogos le llaman conciencia, yo prefiero pensar que el alma de las personas está hecha de palabras. 
Echamos a andar por el muelle. La marea estaba tan alta como el sol. Ella sacó una naranja de su bolsa, le quitaba pausadamente la cáscara mientras yo observaba como una pequeña brisa cítrica salía expulsada de la pulpa, casi como un suspiro que perfumaba sus manos. Así solían salir las palabras de sus labios, luego yo las capturaba y se quedaban impregnados en mi piel de una manera casi imperceptible. Me ofreció la mitad de la fruta y yo la tomé asintiendo con la cabeza. No era tan fácil adivinar cuándo me decía cosas tan prácticas y podía responderle adecuadamente, el problema era que me estaba perdiendo de la verdadera intención de sus palabas, y por más atención que le prestara me encontraba mirando hacía una habitación vacía detrás de sus ojos.
Durante mucho tiempo Elisa fue una especie de ancla. Mi único contacto con la realidad. Al estar con ella sentía que de alguna manera me conectaba con el mundo que me rodeaba a través de nuestras conversaciones. Nos complementaban nuestras deficiencias, parecíamos apoyarnos el uno en el otro para la supervivencia de lo cotidiano. Sin decirlo, vivíamos temiendo que aquello de pronto acabara sin aviso alguno, cómo suelen hacerlo las historias felices.
Llegamos andando hasta la calle principal que conectaba el puerto con la ciudad. Yo sentí que atardecía de nuevo. Era como si el mundo se hubiera quedado de pronto en un suspenso. El atardecer a mí me parece casi un suicidio. De niño me aterrorizaba la noche. Sufrí insomnio crónico durante toda la adolescencia. Cuando entré a la universidad aquello se volvía provechoso a la hora de estudiar o de ir de fiesta. Ahora ya no me incomoda tanto, sin embargo, cada vez que empieza a caer el sol, aún siento unos leves pinchazos en el pecho, una ligera angustia que se parece a una piedra clavada en el zapato, es decir, puedo seguir andando con ella pero quisiera parar y arrancármela.
Sujeté la mano de Elisa muy fuerte. La ansiedad me estaba atrapando. Los atardeceres parecían acumularse en aquel día eterno en el que no paraba de ponerse el sol una y otra vez, como la perfecta pesadilla de un insomne. Su mano era fría y distante, igual que su voz. ¿Estaba soñando? Sólo el sueño podía explicar el horror que me invadía, y sin embargo todo parecía tan real. Las aceras, la iglesia, el olor de las flores, el ajetreo vespertino de la gente. ¿Qué día era?, tampoco atinaba el día de la semana, ni el mes, ni siquiera el año. ¿Teníamos veinticuatro, veintiséis, treinta?
Su boina parecía luchar contra el viento que deseaba agitarle el cabello. Llevaba unas gafas gruesas que le hacían la cara más pequeña. Me gustaba el perfil de su diminuta nariz y su barbilla ligeramente pronunciada, sus labios delgados pintados de rojo siempre, sus mejillas ruborizadas por el sol y las enormes pestañas que se estrellaban contra los cristales cómo un animalito encerrado en una caja. Era guapa, no de esas guapas que te hacen girar la cabeza si las ves pasar por la calle, sino de esas de las que no puedes apartar la mirada cuando las tienes enfrente.
Respiré hondo. Aquello tendría que pasar. En algún momento despertaría y me encontraría de nuevo en la cama o dormido sobre la mesa de alguna biblioteca. Despertaría y tal vez ella ya no estaría más. ¿Y si compraba un nuevo reloj? La solución parecía sencilla, podríamos entrar en el centro comercial y buscar una baratija que si funcionara, aquello podría calmar mi ansiedad y todo volvería a la normalidad, sin la inquietud de no ver correr el tiempo podría escuchar a Elisa hablar de nuevo, volvería a sentir sus palabras abrazarme y me reiría de mi desesperación.
Ella seguía hablando. Su rostro parecía más triste cada vez, la tristeza la iba poniendo transparente. Su vestido a cuadros se agitaba mientras andábamos y a través de sus pliegues comenzaba a ver lo que había del otro lado de la calle, era como un río que ya no dejaba de fluir, como el agua clara a través de la cuál ves los peces, pero nunca verás de lo que está realmente hecha. Cada vez que la miras ya no es la misma, ha cambiado, y tú también.
Cuándo amamos a alguien, en realidad amamos sus claves. El ser amado se convierte en un símbolo de algo que se queda grabado en nuestra mente y formará para siempre parte de nuestro lenguaje interno. A veces, necesitamos recurrir a ciertas personas, cómo se recurre a ciertos lugares. Vamos a las cafeterías no por una bebida sino por la sensación que nos brinda el tomar café en un lugar sereno. Nos desviamos por ciertas calles para evocar las emociones que nos provocan, cómo si constantemente intentáramos poner nuestro cuerpo a tono con algo, a tono con el alma de las cosas. Con las personas es igual, estamos más o menos enamorados en la medida en que el otro nos ponga a tono con nuestro yo del momento. Cómo si se tratara de llaves que abren diferentes cerrojos. A veces perdemos las llaves, a veces el cerrojo desaparece y a veces cambiamos tanto que de pronto, ya no es necesario volver a abrir algunas puertas.
– ¿Qué hora es Elisa?–Me atreví a preguntar algo cuya respuesta conocía de antemano. – Demasiado tarde – Me contestó mientras se desvanecía para siempre entre la marea de personas, olas, palabras y manecillas descompuestas.

Alexandra C.


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