jueves, 30 de enero de 2014

Pasos a seguir para llegar al infinito




No sabríamos cuál era el final si estuviera justo frente a nuestros ojos, una vez al limpiar el armario dejamos caer una bolsa en la que solíamos guardar todos los puntos, sin que pudiéramos hacer nada al respecto se fueron rodando por todas partes: debajo de la cama, del tocador, por la coladera del baño; algunos escaparon al patio y el viento se los llevó flotando en su torbellino de otoño; habíamos dejado la puerta principal abierta y varios de ellos hicieron camino de la escalera rebotando por los peldaños hasta perderse en la calle a merced de las llantas de los automóviles. Recogimos todos los que pudimos, intentamos limpiarles el polvo, pero algunos habían sufrido daños y ahora estaban hechos trizas, tenían orillas dobladas o simplemente estaban partidos a la mitad. 

Son una cosa delicada los puntos, es por eso que hay que saber guardarlos bien, mantenerlos lejos del sol y de la humedad, preferentemente en una bolsita de fieltro, fuera del alcance de niños y gatos y dónde puedan dormir plácidamente hasta que uno los requiera para finiquitar cualquier asunto. Entonces, se debe saber muy bien también dónde es que se ha dejado, porque hay historias que no han podido terminarse nunca a causa de ese olvido, que por cierto, es más frecuente de lo que aparenta. No son reutilizables, el punto es un ente tan comprometido que una vez que se le ha dado una función no se desprenderá jamás de ella, y siendo un objeto tan valioso, aún no ha nacido alguien tan valiente como para poner los suyos a la venta. Entre los que han pasado por una tragedia como nuestra pérdida, hay historias de quienes se han aventurado a conseguirlas en el mercado negro, sin embargo, siempre terminan dando mucho a cambio de malas imitaciones que resultan ser únicamente comas limadas por sus orillas para redondearlas, y al momento de querer utilizarlas sólo vuelven a su estado original

Otra cosa muy distinta son las comas, esas por elásticas pueden guardarse en cualquier cajón y no les pasa nada nunca, además, cualquier persona bien educada tiene un dote tan grandísimo de las mismas que no hay miramientos para utilizarlas, si por alguna extraña razón uno llegara a perderlas, bastaría con salir a tocar la guitarra en la plaza central pidiéndolas de propina y es seguro que se volvería a casa con los bolsillos repletos de ellas. No se rayan, ni se manchan y si se les cuida bien, es posible incluso reutilizarlas en caso de extrema urgencia.

Los puntos que logramos rescatar los fuimos usando poco a poco para situaciones indispensables, aunque a veces olvidábamos nuestra escasez y en medio de la discusión poníamos un tajante punto que veíamos de esa manera morir inútilmente. Sacamos otro a colación el día que nos despedimos de nuestra juventud porque eso sí que era irreparable, pero creo que fue nuestra tendencia existencialista lo que nos hizo que acabáramos más rápido con nuestras reservas al usarlos de tres en tres en las preguntas que lanzábamos al aire y se quedaban sin respuesta.

Una tarde de domingo con la ociosidad del verano, sacamos del cajón un par de interrogantes y dos exclamativos para intentar recortarles el punto de su base, sin embargo, fue inútil, la calidad era evidentemente deplorable y apenas intentábamos usarlos se nos despegaban de las sentencias, el ejercicio sirvió únicamente para desprendernos gratuitamente de algunas preguntas y gritos que hubiéramos podido hacernos con ellos.

No sé en qué momento por fin se terminaron, pero con el tiempo aprendimos a vivir de esa manera. Hace años que dejamos de querernos, pero  no podríamos separarnos nunca del párrafo en el que cohabitamos dando vueltas infinitas. Quizá, incluso hayamos muerto, pero no hay ningún punto disponible para preceder al “fin” de nuestro libro, desde entonces no sabemos lo que es abrir capítulos nuevos y estamos destinados a permanecer eternamente en ésta habitación a la que algún día llegamos como inquilinos, y en la que cada mañana sin excepción hacemos una esmerada limpieza con la esperanza de encontrarnos pegado a las patas de la mesa, o cabizbajo escondido en un rincón al último punto que pueda traernos la libertad que sólo conocen los finales.

Alexandra C.

domingo, 26 de enero de 2014

Crecimos entre catedrales





Crecimos entre catedrales y santos, con el olor a domingo y el dolor de lo ajeno, nos fuimos haciendo mayores con el repiquetear de las campanas a las once de la mañana, ecos que se quedarían grabados en nuestra memoria como una llamada al viaje que no debía nunca de hacerse. Nos fuimos acostumbrando a verle los ojos a  un cristo colgado en la cruz hasta hacernos a la idea de que nunca resucitaría y que a nosotros tampoco nos quedaba bien eso de encontrar la gloria al tercer día. Los miércoles sabían a ceniza y todas las semanas eran santas, nos quemaba las manos la cera de las velas y el alma nos la hacía arder la llama de las preguntas irresueltas. Aprendimos a callar las voces de las tías rezando la novena y a escuchar únicamente el salmo de los tiempos futuros que algún día iban a deslindarnos del pueblo con las calles y las mentes empedradas por el paso del tiempo.
Y sin embargo, fue a fuerza de ver los atardeceres cayendo entre los techos de casas llenas de secretos y libros empolvados en sus bibliotecas que nos hicimos a imagen y semejanza de la antítesis de lo que hubieran predicado nuestras madres. Reconozco que no hubiera podido hacerlo sin él, no habría podido huir si él hubiese decidido quedarse a contemplar desde el más alto de los montes el ir y venir de una vida en bucles de repeticiones infinitas. Pero ambos escuchamos las voces del anticristo sagrado aullar desde la colina a media noche y entendimos que era tiempo de partir, porque para permanecer juntos debíamos salir a darle la vuelta al mundo en direcciones opuestas pero a un mismo paso.
Leer siempre fue pecado, pero leer entre líneas fue lo que nos mandó a la perpetua hoguera del fuego interno. Y con el amanecer de nuestra primera juventud empacamos las palabras robadas de las bibliotecas para probar si en otros desiertos sonaban menos huecas, nos hicimos con ellas una armadura y ¡a pelear Sancho con los molinos! -Elemental mi querido amigo, elemental.- te decía con un guiño mientras andaba a la casa del conejo blanco.
Llego el tiempo de las campanas que por nadie se doblaban, de las puertas entreabiertas y los párrocos suicidas. Emigramos al sur y al norte por caminos amarillos dejando detrás migajas de pan.
-Todo es manipulación, no puedes confiar en alguien que sigue creyendo en un espíritu santo cuando es ya mayor de edad.
-No creo que en realidad ese sea el problema
-Si no es el problema es la base de ellos, míralos, construyendo iglesias en el aire y lamentándose de caer en el vacío de una vida sin propósitos, ¿Qué esperar de quienes tienen puestas todas sus esperanzas en el más allá?
-Tú y yo hemos salido bien librados ¿No lo crees?, estamos vivos. Vivos, esa es la palabra que busco, es lo que puedo ver en tus ojos sin importar que el tiempo se nos venga encima, es lo que siento cuando te miro y lo que sé que llevo por las venas. He encontrado mayor fe en la más hereje de tus palabras que en la “divina santidad” dando conferencias masivas los domingos por la mañana, y también sé que es lo único que importa. Si algo he aprendido de ellos es que después de la crucifixión viene la gloria.
- me gustaría vivir en un lugar donde no fuera necesaria la sangre para la absolución de los pecados
-Y a mí me gustaría estar ahí para construirlo contigo.
No sopló en la cara el viento de los jueves y sus ramos, y lo vi arrodillarse ante un altar para jurar una eternidad en la que no creía. Fue entonces que se rompió el hilo que nos mantenía lejos del minotauro. Empezaba a preguntarme si era el tiempo en que la vida venía por nosotros a reclamar los ciclos que le habíamos interrumpido. Te seguí leyendo en cada página y me tomaba un café a tu salud con las campanas de las cinco en esta ciudad en la que nadie parece escucharlas. En las suelas de los zapatos se nos han de haber quedado restos de las cenizas que dejó tras de sí el incienso de nuestro pueblo mágico, por más que intentáramos negarlo, fue en ese pequeño paraíso donde mordimos nuestra primera manzana, para luego cultivar con sus semillas un huerto para los dos.
-Un niño que no aprendió a rezar en su infancia nunca sabrá cómo encontrar las armas para negar cada palabra del sacramento. Alguien que no contempló por horas las alas de los ángeles de cerámica no sabría que las suyas deben ser más fuertes para no romperse, sólo quién ha sido obligado a arrodillarse sabe cómo ponerse en pie.
-Hay quienes viven con todo eso y siguen poniéndole altares a la virgen de la soledad. ¿Qué nos hace diferente de ellos?, ¿las circunstancias?, ¿La inteligencia?, ¿de verdad crees que tenemos algún mérito en ser de ésta manera?, ¿qué no hemos llegado a éste punto por azar del destino? Y si eso fuera cierto: ¿No habría en nuestra existencia algo que tal vez afirmara todo aquello que nos esforzamos a negar?- Los labios y las manos le temblaban y parecía querer pisar un poco más fuerte el acelerador, pero el ritmo del tráfico se lo  impedía, algo similar a lo que nos ocurrió siempre al pensar de forma más precipitada que el resto, teníamos que aprender a ajustarnos a un ritmo impropio. En realidad yo no tenía idea de a dónde íbamos a parar, pero en aquel momento sentí que por primera vez podría dejarme conducir a ciegas por donde él decidiera, en pensamiento, palabra, obra y omisión. Yo también quería pisar el acelerador y volar por encima de todos, no había respuesta que pudiera contener la oleada de preguntas que nos iba acechando conforme se asomaban las narices de la primavera por la ventana del coche.
Una vez tuve un sueño en el que corríamos por una calle llena de hojas de otoño y porches vacíos, soñé también un bosque de palabras entre las que intentaba encontrarte, soñé tu muerte y soñé un barco que podía viajar por encima de los puntos finales, te soñaba de todas esas formas y era mi modo de saber que seguíamos vivos.
-Sólo prométeme que no te tirarás a las vías del tren Ana. Prométeme que vas a montarlo, que vas a conducirlo, que vas a fabricar sus rieles y dirigirás a sus empleados, decorarás sus interiores, elegirás las rutas y los tiempos. Pero sobre todo prométeme que vas a viajar en el hasta encontrarme.
Tan cerca del final daba un vuelco el tiempo hasta encontrarnos después de clases en medio de la lluvia peleando por un libro como una manera infantil de aprender a tomarnos de la mano. Crecimos entre bibliotecas y llantos, entre el ir y venir de los creyentes en torno a la crucifixión de los días. Era necesario traer clavos en los bolsillos para clavarnos a martillazos la filosofía en la palma de nuestras manos. Crecimos entre atardeceres y campos. Entre el ir y venir de las maletas en el aeropuerto, caminando para encontrar el oeste del sol,  con la ardiente fe de no creer en nada. No necesitábamos buscarnos más porqué ya nos habíamos encontrado una vez y para siempre, y entonces, como en el principio de los tiempos: Se hizo la luz.


 Alexandra C.