domingo, 5 de julio de 2009

Apolo

Hay una tenue línea divisoria entre el viaje de Ícaro y el don de Prometeo. Ya no me sentía tan segura de que la travesía a tus brazos fuera completamente inofensiva cuando vi como tus ojos se convertían en oro derretido al acortar distancia. De cerca el sol lo quema todo, incendia la historia, los pedazos de memoria, el telón de mi escenario se vuelve polvo, derrite los relojes y condena la eternidad a una hoguera para brujas. Apenas tocarte comprobé lo que sienten las últimas gotas de mayo con el abrazo de junio, me evaporé en lo esencial del ser dejando el resto a un lado de la cama, junto a la ropa, junto a la otra que había sido en el instante anterior al subsecuente.


Y bebí de tus labios el fuego embriagándome de veranos, de pronto no había más que luz, luz grosera en medio de la noche, intrusa, encendiendo mi piel de luna, alquimista transformando todo en oro volátil.


Luego todo fue silencio, mutismo apenas arañado por alguna ráfaga de viento, mensajera quizá, que venía a llevarse nuestros ecos más allá de la farsa literaria que hacíamos de nuestras vidas. Por un momento pensé que estaba de vuelta ilesa de la travesía, tal vez con un trozo de Apolo pegado al pecho que revelara el secreto del calor flameante, pero al verte dormir en plata, con tu cuerpo amoldado a la silueta de la luna entendí que el robo había sido mutuo.



alquimia

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