Sabía que detrás de cada frase tuya había un larguísimo contexto
de subtítulos entre parpadeos. El lenguaje siempre fue el terreno más fértil para
sembrar nuestra historia: un vaivén de comentarios entre paréntesis para
guardar bajo llave lo que no nos atrevimos a decir. Nunca entendí la razón de
tal proceder; tu insistencia abrumadora de no llamar las cosas por su nombre parecía tan arraigada que terminé aceptándola
como una verdad inexorable y aprendí el tacto de los besos callados sin mayor
explicación que lo sobre-entendido, antes de darme cuenta estaba siguiéndote los
pasos sobre terreno flotante como si fuera la estrategia mas lógica para llegar
a alguna parte.
Supongo que el encanto de desafiar a la realidad y sus
convencionalismos, lo surrealista de tus visitas y desapariciones repentinas,
la ausencia de motivos, el amor tibio pero sin tintes de amargura, la seguridad
amable de lo conocido. Capítulos azarosos sin afán de construir una novela
épica que vuelvo a abrir cada vez que te encuentro fácilmente, sin la pesada
sombra de los principios y los finales, sin trama, solo personajes encargados
únicamente de existir.
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