viernes, 9 de mayo de 2014

Un hogar para el hombre del traje gris y sus manzanas




Una vez me dijiste en la cama que la culpa de tu insomnio la tenía yo porque mis labios sabían a café. Con el tiempo dejaste de estar ahí. No sé si dejaste de tener insomnio y nunca nadie volvió a pedirme un café de madrugada, pero yo procuré dejar bien guardada esa metáfora en el cajón de la mesita de noche, a un lado de las llaves que se van acumulando a lo largo del tiempo y al final uno deja de saber qué es lo que abrían. Así tus palabras estaban dobladas sin saber si serían capaces de abrir alguna cosa alguna vez. 

Pasa a ser que decidiste casarte en una tarde de abril. Y pasa también que todos los abriles se parecen entre sí. Son como un ejército de hombrecitos grises con cara de manzana y sombrero de bombín. No es por asociarlos con un cuadro de Magritte. Lo que sucede es que son días en los que uno todavía anda cargando la chaqueta adormilada del invierno pero ya se siente obligado a poner cara de primavera. En cierto sentido son un poco cómo cuando volví a verte, estabas muy serio en un café de lujo con terraza, traías un carísimo y tristísimo atuendo de hombre ejecutivo y estabas mordiendo una manzana verde. Me saludaste a lo lejos para luego volver a perderte en una masa amorfa de recuerdos. Pero el problema es que por haber sido en abril, (y siendo todos los abriles una misma persona), desde entonces ya no puedo recordar a que año pertenece aquel en el que te perdí. Y por eso cada que llego a esa parte del calendario la arranco muy rápido como un conjuro para que no vuelva a suceder. Es por eso que dentro del armario, guardo junto a los abrigos invernales una flamante colección de meses de abril. Tal vez alguna vez si estoy de suerte llegue el maestro Sabina a reclamar el suyo. 

Dicen que el amor nace de una metáfora. Yo las colecciono porqué creo firmemente que así mismo puede suceder a la inversa. Podría pasar que alguna noche en que la luna salga de buen humor de las metáforas que guardo nazca el mismo amor con el que fueron creadas. De todas ellas la que más me gusta es una pulserita de metal que nació a la mitad de un invierno como respuesta a no haber podido sostener tu mano cuando aún podía. Está hecha de pequeños eslabones que corresponden a la medida exacta de lo que nos separó de un primer beso. La he puesto en el banco porque sé que generará intereses hasta convertirse en una larga cuerda que mida la distancia que nos separa en días o mejor dicho, en decisiones.

Hay algunas de las que no me gusta mucho hablar. Pequeños entes sin forma que se han montado casa debajo de mi cama y son los miedos que por la noche siento que me pillan los pies. No sé a ciencia cierta de dónde vienen pero sé que con el tiempo se multiplican, nunca mueren, y a veces se funden varios en uno solo para formar ideas delirantes que se arrastran cuando olvido cerrarle la puerta a la melancolía y salen para alimentarse de ella. 

Este es el punto en el que me doy cuenta de que no puedo seguir poblando de metáforas mi hogar, si lo hago podrían acabar con mi paciencia que intenta descifrarlas sin tener nunca mucho éxito. Es por eso que he decidido crear un nuevo sistema de almacenaje, el único efectivo y conocido que sirve para deshacerse de los recuerdos que no hacen más que acumular polvo. Se me ha ocurrido la idea de coserlas unas con otras. El hilo de silencios es fuerte y resistente y si uno las va poniendo en hileras acaban por formar (a veces) párrafos coherentes y otras (las menos), dan lugar a historias dignas de ser contadas. La ventaja de todo esto es que al ponerlas por escrito ocupan mucho menos espacio que en la cabeza, se comprimen hasta formar pequeños objetos con tapas duras que se pueden guardar en el librero sin estorbar a nadie. Excepto de vez en cuando, a quién se atreve a abrirlas.


 Alexandra C.

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