Pediste un espresso doble para
llevar en el café de la esquina. Le echaste un vistazo al periódico sobre el
mostrador sólo para comprobar que nada de eso era cierto, para medir una vez
más la distancia entre ellos y tú. Entre ellos y nosotros, de nuevo, quedaba
grande. El vaso te quemó un poco los labios, pagaste en efectivo y deprisa, con el primer trago pensaste un
segundo en mí, te distrajo el arreciar de la lluvia y corriste al coche. Un
escalofrío te bajó por la espalda, otra vez un pequeño golpe mío. El clima no
ayuda, allá dónde estábamos juntos llovía siempre.
Sentiste un poco de repulsión al
volver a las calles, esa epidemia hacía que todos se ocultaran el rostro detrás
de máscaras tan pesadas como lápidas, abigarrados con adornos, falsos brillos,
sonrisas cortadas con bisturí. Nadie quería ya exponer la piel por temor a las
repercusiones. En realidad no mucha gente recordaba a ciencia cierta cómo
empezó la tendencia del ocultamiento pasivo; un virus, una radiación, un
bombardeo. Debía haber sido algo muy trágico para forzar a la humanidad a
deambular de esa manera tan deshonesta, tan alejada de su propio “yo”,
aferrados a rostros de piedra y sepultados en el interior. Sin más expresión
que la dibujada en ellas con base a lo que esperaban que el vecino quisiera
mirar, una complacencia colectiva de espacios vacíos que pretendían llenarse
entre sí.
Abriste la ventana sólo para
sentir la brisa contra la piel de tus mejillas, parecería una provocación a los
transeúntes, pero nunca lo fue. En realidad el frío era algo que disfrutabas.
Solías decir que la humedad viajaba a tus pulmones y los revitalizaba, te
despertaba. Siempre tan despiertos, con insomnio diurno y pocas ganas de cerrar
los ojos. Más de uno se paraba a verte con miedo, se alejaban rápido como la
plaga, asustada de tu autonomía hacías más evidente su minusvalía, su necesidad
de bastones para caminar, su pesadez. Apretabas un poco más el acelerador para
conducir el coche acorde con tu ligereza. Una vez más alguien te odiaba un poco
desde la ventana.
Siempre fuimos tan paralelos, tan
pararrayos, tan “para siempre”. Siempre a punto del tacto, tanta constante,
tanta ausencia. Tan “todo está dicho” y tan “no es necesario”. Nunca pude
concebir el yo sin el plural de tus ojos. Todos buscan espectadores para sus
vidas, pero la mía sólo necesitaba de tu aplauso, un asentimiento cada tanto,
un café a mi nombre en algún bar extraño. Vivir sólo para hacerle compañía a tu
existencia. Todo esto siempre aplicó también en viceversa. Tu nombre no era el
sentido del mío, era su eco.
Tú me ayudaste a desprender esa
cubierta de mi rostro y yo arranqué la tuya de un tirón. Aunque nunca estaremos
de acuerdo sobre quién lo hizo primero. La piel nos sangro un poco y un ligero
escozor nos invadía. Me miraste y te miré. Nunca estaríamos tan desnudos como
en aquella tarde en la que nuestras pupilas hicieron un cruce de caminos, eran
de cristal y nuestra piel de seda. Había viento y un moribundo sol, lo suficientemente
fuerte para revivir lo que había estado dormido por tanto tiempo. Me diste la
mano y caminamos juntos sólo la primera vez. Brindamos con manzanas para
dignificar el génesis de aquel descubrimiento y luego nos fuimos a perseguir
paraísos personales.
Como todo conocimiento fuimos
condenados al exilio social. A ser mirados como novedades de almacén, como
amenazas, al margen de todo contacto y a la sombra del miedo que suelen tenerle
los presos a la libertad. Pero en realidad nada de eso importaba. La felicidad
es algo que no necesita de agentes publicitarios.
Todo tiempo pasado fue mejor, pero el nuestro siempre fue un poco la cara del futuro, y
de pronto eres una pila de libros, de inviernos, de calles, de medias noches y
de lunas llenas, eres una canción de líneas rectas, un campanario, una
respuesta para todas las preguntas. La simetría perfecta de nuestras manos.
Eres y eso es todo lo que importa. Entre tantas mentiras pretendiendo ser
vitales tu corazón existe con tanto esplendor y fuerza que latiendo tan
vigoroso que puedo escucharlo a través de la marea de gente y su vaivén en las
esquinas, en las vidas. En esta ciudad de lapidas y sepultureros, de personas
que nacen para esconderse detrás de lo que creen que deben ser, no conozco otro
sentido de pertenencia que el de amar la verdad escrita en el rostro de las
personas. Si puedo ver la tuya sé que eres mío. Sé que yo soy tuya.
Alexandra C.
Es grandioso tu relato, he llegado mientras danzaba y encontré las mejores palabras para mi música, la más íntimas y secretas.
ResponderEliminarUn placer conocerte.
Besos muy cariñosos,
tRamos